Las balas que salieron del Ejército y matan la confianza del país
Columna de opinión
Diego Alonso Ramírez Oyola
Colombia está sangrando, pero esta vez no por culpa de un grupo criminal cualquiera, sino por quienes juraron defenderla. El nuevo escándalo que envuelve al Ejército Nacional, tras descubrirse una red de militares que vendía armas y municiones a las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra, es más que una noticia: es una herida abierta en el alma institucional del país.
No hay traición más dolorosa que la que viene desde adentro. Las balas que debían proteger a la nación terminaron en manos de quienes la destrozan. Municiones que salieron de depósitos oficiales del Ejército, para alimentar el negocio del terror, la muerte y la impunidad. Y lo más indignante es que detrás de cada cartucho vendido hay una familia desplazada, una madre llorando o un territorio bajo fuego.
¿Dónde quedó el juramento de servir a la patria? ¿En qué momento un soldado cambió el honor por un fajo de billetes manchados de sangre? Lo que está pasando no puede explicarse solo como un “caso aislado” ni como “unos cuantos corruptos”. Esto es el reflejo de un sistema que hace rato perdió el control sobre sí mismo, un cuerpo enfermo donde el cáncer de la corrupción ha hecho metástasis.
Las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra no consiguieron esas armas con astucia, sino con complicidad. Y esa complicidad no solo se castiga con cárcel, sino con vergüenza moral. Porque venderle la patria al crimen es mucho más que un delito: es un pecado contra la vida y contra Dios.
Nuestro país no necesita más comunicados tibios ni promesas vacías. Necesita limpieza. Necesita hombres y mujeres dentro de las fuerzas armadas que vuelvan a creer en el uniforme, que entiendan que servir no es lucrarse, sino sacrificarse. Que recuerden que quien se arrodilla ante el dinero termina de pie ante la maldad.
Y sí, es momento de que el alto mando mire hacia adentro, no para encubrir, sino para depurar. Porque cuando el Ejército pierde su norte ético, el Estado se tambalea. Y si no se actúa con firmeza, terminaremos viviendo en un país donde el fusil que debía protegernos es el mismo que nos apunta.
Aún creo que Dios puede sanar a Colombia. Pero no se puede sanar lo que no se confiesa. Y este escándalo debe ser una confesión nacional: hemos fallado en custodiar la justicia.
Que este golpe sirva para despertar conciencias, no para seguir maquillando la vergüenza. Porque las balas que hoy se venden en la oscuridad del mercado negro, mañana pueden ser las que apaguen la voz de otro inocente. Y eso, Colombia, no podemos seguir permitiéndolo.
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